viernes, 30 de marzo de 2018

lunes, 26 de marzo de 2018

Patrones en conflicto
Lo perfecto contra lo práctico:

¿ Que es un trabajo de buena calidad?
1: como debería de hacerse algo.
2:como funciona lo que se ha hecho.
diferencia entre perfección y funcionalidad.

Perfección que raramente se logra.
como alternativa: trabajar de acuerdo con el patrón de lo posible, de lo simplemente bien hecho. Puede generar fustración. Raro es que el deseo de hacer un buen trabajo se satisfaga con salir del paso.

----De acuerdo con la medida de calidad absoluta, el escritor se obsesionará con cada coma hast que el ritmo de un párrafo sea perfecto, el carpintero cepillara hasta lograr su completa rigidez sin el uso de tornillos.
Con la medida de funcionalidad, el escritor tiene que entregar el trabajo a tiempo sin importar que todas las comas este en su lugar pues el objtivo del escrito es ser leído. el carpintero con mentalidad funcional evitara preocuparse por todos los detalles, sabiend que los pequeños defectos pueden corregirse con tornillos ocultos. Una vz más el objetivo es terminar el trabajo para que la pieza pueda ser utilizada. Para el defensor de la calidad absoluta que hay en todo artesano, cada imperfección es un fracaso; para el profesional, la obsesión por la perfección es el camino seguro al fracaso.

Hacer un buen trabajo significa tener curiosidad, investigar y aprender de la incertidumbre.

Asimilación. conversión de información y practica en conocimiento tácito.. Esencial para todas la habilidades.

domingo, 25 de marzo de 2018

En el lenguaje común lo mecánico equivale a lo repetido de manera estática.
Mal uso de la máquina: impedir aprender con la repetición.
Resentimiento de las capacidades humanas.
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En relación  a dibujar a mano frente a programas CAD:
Conoces el lugar.
No es nostalgia, perdida mental del espacio.

Crea una circularidad entre dibujar y hacer.


El Artesano. RIchard Sennett.

La era moderna suele definirse como una economía de habilidades. Pero que es una habilidad?
Una habilidad es una práctica adiestrada.
Sospecha del talento innato no entrenado, ¨Podría escribir una buena novela sólo con tener tiempo suficiente o con poder concentrarme¨ ( fantasía narcista).

La educación moderna teme que el aprendizaje repetitivo embote la mente. Temeroso de aburrir a los niños, ansioso por presentar estímulos siempre distintos, el maestro ilustrado evitará la rutina; pero todo eso priva a los niños de la experiencia de estudiar según prácticas arraigadas modulándolas desde dentro.

El desarrollo de la habilidad depende de cómo se organice la repitición.
La cantidad de veces que se repite una pieza depende del tiempo durante el cual se pueda mantener la atención en una fase dada del aprendizaje. A medida que la habilidad mejora, crece la capacidad para aumentar la cantidad de repeticiones. Es lo que en la música se conoce como regla de Isaac Stern, este gran violinista declaró que cuanto mejor es la técnica, más tiempo puedo uno ensayar sin aburrirse.








lunes, 19 de marzo de 2018

EL MAESTRO EN SOLEDAD
El artesano se hace artista

Probablemente, la pregunta más común que se hace la gente acerca de la artesanía, o el oficio, es en qué se diferencia del arte. En términos numéricos, la pregunta no tiene gran alcance. En efecto, los artistas profesionales constituyen una parte pequeñísima de la población, mientras que los artesanos se extienden por coda clase de trabajos. En términos prácticos, no hay arte sin artesanía; la idea de una pintura no es una pintura. La línea divisoria entre artesanía y arte parecería establecer una separación entre técnica y expresión, pero, como me dijo una vez el poeta James Merrill: «Si esta línea existe, no
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68 Para un interesante debate sobre el tema, véase Rosser, «Crafts, Guilds, and Negotiation of Work», pp. 16-17. 69 Ibíd. p. 17.

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es el poeta quien tiene que trazarla; el poeta sólo ha de centrarse en hacer real el poema.» Aunque la pregunta «¿qué es el arte?» plantea una cuestión seria e inagotable, es posible que esta particular preocupación por encontrar la definición del arte esconda algo más: tratamos de hacernos una idea de qué significa la autonomía, entendida como impulso que nos impele desde dentro a trabajar de una manera expresiva, por nosotros mismos.
Así fue al menos como concibieron la cuestión los historiadores Margot y Rudolf Wittkower en su apasionante Nacidos bajo el signo de Saturno, que narra el surgimiento del artista del Renacimiento a partir de la comunidad medieval de artesanos.70 En esta versión del cambio cultural, el «arte» realiza un ascenso de gran envergadura. Ante todo, representa el privilegio nuevo y más amplio que la sociedad moderna concede a la subjetividad: el artesano está volcado hacia fuera, hacia su comunidad, mientras que el artista se vuelve hacia dentro, hacia sí mismo. Los Wittkower destacan la reaparición de Pandora en el cambio; la subjetividad autodestructiva se puso en evidencia con los suicidios de los artistas Francesco Bassano y Francesco Borromini.71 Para la mentalidad de sus contemporáneos, fue el genio lo que impulsó a estos hombres a la desesperación.
Esta versión del cambio no es un relato del todo exacto; las oscuras consecuencias de la subjetividad se aplicaban en el pensamiento renacentista a un campo más amplio que el de la creación artística, se tratara o no de genios. Anatomía de la melancolía (1621), de Robert Burton, exploraba el «temperamento saturniano» como una condición humana que, arraigada en la biología, se da cuando se permite la proliferación del melancólico «humor» introspectivo, lo más cercano que se pueda imaginar a lo que para la medicina moderna sería una secreción glandular. El aislamiento, explicaba Burton, estimula esta secreción. Su digresiva obra maestra volvía una y otra vez al temor de que la subjetividad se convirtiera en melancolía. Para Burton, el «artista» es sólo un ejemplo del riesgo de depresión implicado en el funcionamiento del cuerpo humano en solitario.
Los Wittkower creían que el arte colocaba a los artistas en una situación social de mayor autonomía que la del artesano, debido a una razón específica; que el artista aspiraba a la originalidad de su trabajo, y la originalidad es el rasgo distintivo de individuos únicos, solitarios. En realidad, pocos artistas del Renacimiento trabajaron en solitario. El taller del artesano tuvo continuidad en el estudio del artista, lleno de asistentes y aprendices, pero los maestros de estos estudios concedieron un valor nuevo a la originalidad del trabajo que en ellos se realizaba; la originalidad no era un valor que los rituales de los gremios medievales celebraran. Aún hoy, este contraste da forma a nuestro pensamiento: el arte parece llamar la atención sobre el trabajo único o, al menos, distintivo, mientras que la artesanía es una práctica más anónima, colectiva y continuada. Pero deberíamos desconfiar de este contraste. La originalidad es también una etiqueta social, y los individuos originales establecen vínculos peculiares con otras personas.
Los mecenas de los artistas del Renacimiento y el mercado para su arte cambió a medida que la sociedad cortesana se desarrolló a expensas de las comunas medievales. Los clientes tenían una relación cada vez más personal con los maestros de los estudios. Con frecuencia no entendían qué intentaban conseguir los artistas, pero con la misma frecuencia afirmaban su autoridad para juzgar el valor del trabajo. Si bien el artista era original en sus obras, carecía, como miembro de una comunidad, del escudo colectivo que lo defendiera de esos veredictos. La única defensa del artista contra la
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70 Véase Rudolf y Margot Wittkower, Born under Satum: The Character and Conduct of Artists: A Documented Historyjrom Antiquity to the French Revolution, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1963, pp. 91-95, 134-135 [trad. esp.: Nacidos bajo ei signo de Saturno, Madrid, Cátedra, 1988]; u, otra vez, Lucie-Smith, Story of Craft, p, 149.
71 Véase Wittkower y Wittkower, Born under Satum, pp. 139-142.
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intrusión era alegar «No me entendéis», que por cierto no constituía una fórmula de venta demasiado atractiva. Una vez más nos encontramos con una resonancia moderna; ¿quién está en condiciones de juzgar la originalidad? ¿El creador o el consumidor?
El orfebre más famoso del Renacimiento, Benvenuto Cellini, trató estos problemas en su Autobiografía, que empezó a escribir en 1558. Este libro se inicia con una afirmación de confianza: un soneto en el que se jacta de dos logros. El primero, relativo a su vida: «Me he visto envuelto en sorprendentes aventuras y he salido de ellas con vida para poder contarlo.» Nacido en Florencia en 1550, Cellini fue encarcelado en varias ocasiones por sodomía; tuvo ocho hijos y fue astrólogo. Sufrió dos intentos de asesinato por envenenamiento, uno con diamantes pulverizados y otro mediante una «salsa deliciosa» que había preparado un «sacerdote vicioso»; asesinó a un cartero; ciudadano francés por adopción, abominó de Francia; soldado, espió para el ejército contra el cual peleaba...; el catálogo de tan asombrosos episodios es inagotable.
El segundo logro se refiere a su obra. «En mi obra —se jacta- / he superado a muchos y he llegado al nivel / del único mejor que yo.»-72 Un solo maestro, Miguel Ángel, y ningún igual; ninguno de sus pares es capaz de alzarse a su nivel ni de ser tan original. Un famoso salero de oro que Cellini produjo en 1543 para Francisco I de Francia (hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena) servía para justificar su jactancia. Ni tan altivo monarca se habría servido sal de ese salero, ni siquiera ocasionalmente. El cuenco que contiene la sal está empotrado en una maraña dorada. En su corona, dos figuras doradas, una masculina y otra femenina, representan el Mar y la Tierra (la sal pertenece a ambos dominios), mientras que, en la base de ébano, diversas figuras en bajorrelieve representan la Noche, el Día, el Ocaso y la Aurora, además de los cuatro Vientos (la Noche y el Día rinden homenaje directo a las esculturas que Miguel Ángel realizó de estas mismas figuras para las tumbas de los Medici). La intención de este magnífico objeto era causar asombro, y lo consiguió.
Antes de preguntarnos por qué este salero es más una obra de arte que una pieza de artesanía, tenemos que situar a Cellini entre sus colegas. A lo largo de la Edad Media hubo maestros, y también oficiales, como consta en el Livre des métiers, que deseaban establecerse por su cuenta como empresarios. Estos empresarios artesanos deseaban pagar a sus asistentes sin asumir la obligación de darles formación. Su prosperidad dependía de que consiguieran hacerse un nombre para sus productos, algo parecido a lo que hoy llamaríamos «marca de fábrica».
Esta última circunstancia confería una señal de distinción cada vez más personal. Los gremios medievales no tendían a acentuar diferencias individuales en el seno de los talleres de una ciudad; el esfuerzo colectivo de control del gremio indica dónde se han hecho una taza o un abrigo, no quién los ha hecho. En la cultura material del Renacimiento, aportar el nombre del autor del objeto se hizo cada vez más importante para la venta de una amplia variedad de bienes, incluso de los más prosaicos. El salero de Cellini responde a este modelo general de marca. El hecho de que un cuenco para la sal se hubiera convertido en un objeto de tal refinamiento que trascendía cualquier mera finalidad funcional era por sí mismo un motivo de atracción, tanto del objeto como de su autor.
Alrededor de 1100 empezó a mostrarse un cambio en la relación de los orfebres con
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72 Benvenuto Cellini, Autobiography, Londres, Penguin, 1998, pp. XIX [trad. esp.; Autobiografía de Benvenuto Cellini, Barcelona, Planeta, 1963]. El traductor, como todos los estudiosos de Cellini, debe mucho a los trabajos textuales de Paolo Rossi. Rossi se esforzó en establecer ei texto de este soneto, pero incluso en una versión clara, el sentido del italiano no queda transparente. Me he tomado la libertad de insertar only ante one en los versos que he citado, porque eso es lo que parece llevar implítico la jactancia; si se quita mi inserción, queda un juicio desconcertante.
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otros artesanos, cambio que observa Alain de Lille en su Anticlaudianus a comienzos de la década de 1180. Hasta ese momento, las formas de trabajar el oro en los objetos decorativos habían marcado las pautas de la pintura y la fabricación del vidrio, pues el marco de oro orientaba los objetos en él contenidos. Más o menos en esa época, como observa T. E. Heslop, historiador de los oficios, el proceso comenzó a invertirse lentamente; «Lo que llamaríamos naturalismo, más fácil de asociar a la pintura y la escultura, llegó a ser dominante al punto de que los orfebres tuvieron que cultivar las artes del dibujo y el modelado de una manera hasta entonces desconocida.»73 Los cuadros en oro de Cellini son resultado de este proceso; son una «nueva» modalidad de la orfebrería, en parte simplemente debido a que incorporan al trabajo del metal otra práctica artesanal: la del dibujo.
Cellini mantuvo cierta lealtad respecto de los talleres artesanales de donde surgió su arte. Nunca se avergonzó de la fundición y la suciedad, el ruido y el sudor que le son característicos. Además, apoyó el valor de la artesanía tradicional practicada con probidad. En la Autobiografía cuenta su lucha por extraer oro, oro real y en grandes cantidades, de masas de material sin desbastar, cuando incluso sus mecenas más ricos se habrían conformado con la ilusión del dorado superficial. En términos de carpintería, Cellini odiaba el enchapado. Deseaba «oro honesto» y sostenía el mismo patrón de veracidad para los otros materiales con los que trabajaba, incluso en metales baratos como el latón. Tenía que ser puro, para que las cosas parecieran lo que son.
Considerar la autobiografía de Cellini únicamente como instrumento al servicio de su autor sería banalizarla. Si bien en la economía de la época, artesanos-artistas de todo tipo proclamaban los méritos individuales de su obra, el libro de Cellini no pertenece a la categoría de la publicidad. En efecto, decidió no publicarlo en vida; lo escribió para sí mismo y lo dejó para la posteridad. No obstante, lo mismo que muchos otros objetos, su salero llegó a adquirir valor público porque exponía y expresaba el carácter íntimo de su autor. Era eso, sin duda, lo que pensaba Francisco I cuando exclamó: «¡He aquí a Cellini en persona!»
Este tipo de distinción conllevaba recompensas materiales. Como señala el historiador John Hale, muchos artistas prosperaban gracias a la originalidad de su obra: la casa de Lucas Cranach el Viejo en Wittenberg era un palacete; lo mismo la de Giorgio Vasari en Arezzo.74 Lorenzo Ghiberti, Sandro Botticelli y Andrea del Verrocchio se formaron como orfebres. Por lo que sabemos, eran más ricos que sus pares, que permanecían estrictamente en la órbita gremial del aquilatamiento y de la producción de materia prima.
En sentido general, la autoridad descansa en un hecho básico de poder: el maestro determina cómo ha de ser el trabajo que otros realizan bajo su dirección. En esto, el estudio del artista del Renacimiento no se diferenciaba mucho del taller medieval ni del laboratorio científico moderno. En el estudio de un artista, el maestro puede encargarse del diseño de conjunto de la pintura y luego completar las partes más expresivas de la misma, como, por ejemplo, las cabezas. Pero la existencia del estudio del Renacimiento se debía sobre todo a las dotes particulares del maestro; el objetivo no era producir simplemente pinturas como tales, sino más bien crear sus cuadros o cuadros a su manera. La originalidad daba particular importancia a las relaciones cara a cara en el seno del estudio. A diferencia de los orfebres que se dedicaban al aquilatamiento, los asistentes del artista tenían que permanecer físicamente cerca de sus maestros. En qué consiste la originalidad es algo difícil de dejar asentado por escrito en un reglamento
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73 T. E, Heslop, «Hierarchies and Medieval Art», en Peter Dorner, ed., The Culture of Craft, Manchester, Manchester University Press, 1997, p. 59.
74 Véase John Hale, The Civilization of Europe in the Renaissance, Nueva York, Atheneum, 1994, pp. 279-281 [trad. esp.; La civilización del renacimiento en Europa, Barcelona, Crítica, 1996].
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que se pueda llevar en el equipaje.
La raíz de «originalidad» se remonta a una palabra griega, poesis, que Platón y otros utilizaron con el significado de «algo donde antes no había nada». La originalidad marca una época; denota la súbita aparición de algo donde antes no había nada, porque algo adviene súbitamente a la existencia, despierta en nosotros emociones de asombro y veneración. En el Renacimiento, la aparición súbita de algo se relacionaba con el arte — el genio, si se quiere- de un individuo.
Sin duda nos equivocaríamos si imagináramos que los artesanos medievales se resistían por completo a la innovación, pero su trabajo artesanal cambiaba lentamente y como resultado del esfuerzo colectivo. Por ejemplo, la inmensa catedral de Salisbury comenzó, en 1220-1225, como un conjunto de pilares y vigas de piedra que delimitaban la Lady Chapel en un extremo de la futura catedral.75 Los constructores tenían una idea general del tamaño final de la catedral, pero nada más. Sin embargo, las proporciones de las vigas de la Lady Chapel sugerían un DNA (Distributed Internet Applications Architecture) más amplio de ingeniería de la construcción y se expresaba en la gran nave y dos transeptos construidos entre 1225 y 1250. De 1250 a 1280, este DNA generó el claustro, el tesoro y la sala capitular; en ésta, las geometrías originales, que apuntaban a una estructura cuadrada, fueron adaptadas a un octógono, mientras que en el tesoro se adaptaron a una bóveda de seis lados, ¿Cómo lograron los constructores tan asombrosa construcción? No hubo ni un solo arquitecto; los albañiles no tenían planos previos. Más bien al contrario, las acciones elementales con que empezó la construcción evolucionaron hasta convertirse en principios que fueron gestionados colectivamente a lo largo de tres generaciones. Cada hecho que se producía en la práctica de la construcción era absorbido e integrado en las instrucciones y regulación de la generación siguiente.
El resultado es un edificio sorprendente, característico, que materializaba las innovaciones en materia de construcción, pero que no es original en el mismo sentido que el salero de Cellini: efecto asombroso, pintura hecha de oro puro. Como se ha señalado ya, el «secreto» de la originalidad es aquí que la bidimensionalidad del dibujo se ha transferido a la tridimensionalidad del oro, y Cellini llevaba esta transferencia a un extremo tal que sus contemporáneos jamás habían imaginado posible.
Pero la originalidad tenía un precio. La originalidad podía malograr la autonomía. La Autobiografía de Cellini es un ejemplo típico de cómo la originalidad podía crear nuevos tipos de dependencia social y, en verdad, de humillación. Cellini abandonó el dominio del gremio del aquilatamiento y la producción de metales para ingresar en la vida de la corte con todas sus intrigas y sus mecenazgos. Sin garantías corporativas del valor de su trabajo, Cellini tuvo que seducir, acosar e implorar ante reyes y príncipes de la Iglesia. Fueron pruebas de fuerza desiguales. Por muy polémico y ególatra que Cellini pudiera haber sido con respecto a sus mecenas, en última instancia su arte dependía de ellos. Hubo en la vida de Cellini un momento revelador en que esa desigual prueba de fuerza se le hizo evidente. Envió a Felipe II de España la escultura en mármol de un Cristo desnudo, al que el rey, con bastante maldad, le agregó un [a] hoja de parra de oro. Cellini se quejó de que se había mancillado el carácter distintivo de Cristo, a lo que Felipe II le contestó: «Es mío.»
Hoy diríamos que es una cuestión de integridad -la integridad de la cosa en sí misma —, pero también es una cuestión relativa a la posición social del autor. Cellini, como insistió repetidamente en su autobiografía, no debía ser valorado como se valora a un cortesano, por un título formal o un puesto en la corte. Cualquier persona que
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75 La fuente del relato que sigue es reconstrucción de la secuencia de edificación de «The Cathedral of the Blessed Virgin Mary, Salisbury» de 1220 a 1900, que realizó la Royal Commission on the Historical Monuments of England. Agradezco a Robert Scott el haber puesto este mapa a mi disposición.
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sobresaliese tenía que demostrar su valor a los demás. El orfebre medieval proporcionaba una prueba de su valor mediante rituales colectivos y una prueba del valor de su trabajo mediante el lento y cuidadoso proceso de producción. Estos patrones son irrelevantes para juzgar la originalidad. Póngase el lector en el distinguido lugar de Felipe II: ante un objeto original y tan poco familiar, ¿cómo estimaría su valor? Y ante la declaración de Cellini «¡Yo soy un artista! ¡No toquéis lo que he hecho!», podría perfectamente pensar, imbuido de su majestad real: «¿Cómo se atreve?»
Un último hecho sintomático acerca de la Autobiografía de Cellini es que sus experiencias de dependencia no correspondida y de malentendidos intensificaron la conciencia de sí mismo. Una y otra vez, en estas páginas, la humillación procedente de un mecenas impulsa a su autor a períodos de introspección. Era la situación exactamente opuesta a la de aislamiento pasivo y melancólico que describen las páginas de la Anatomía de la melancolía de Burton. Aquí el artista del Renacimiento podría perfectamente constituir el emblema del primer hombre moderno: activo, y por tanto sufriente, volcado en su vida interior en busca de refugio en su «creatividad autónoma». Desde este punto de vista, la creatividad reside en nuestro interior, con independencia de cómo nos trate la sociedad.
Esta creencia hundía profundamente sus raíces en la filosofía del Renacimiento. Apareció en los escritos del filósofo Pico della Mirándola, quien entendió Homo faber con el significado de «el hombre como creador de sí mismo». Pico fue una de las fuentes (no reconocidas) de Hannah Arendt; su Discurso sobre la dignidad del hombre, que data de 1486, se basaba en la convicción de que, a medida que la fuerza de la costumbre y la tradición se debilitaba, la gente tenía que «experimentar» por sí misma. La vida de cada persona es un relato cuyo autor no sabe cómo terminará. El personaje que Pico escogió para representar el Homo faber era Odiseo viajando por el mundo sin saber dónde iría a parar. Una idea afín a la del hombre como obra de sí mismo aparece en Shakespeare, cuando Coriolano afirma: «Soy el creador de mí mismo», auténtico desafío a la máxima de Agustín que advertía: «¡Fuera las manos del yo! ¡Apenas lo toques, lo arruinarás!»76
El arte desempeña un papel particular en este viaje vital, al menos para los artistas. La obra de arte se convierte en una boya en el mar, señala el camino. Pero, a diferencia de un marino, el artista explora su propia trayectoria mediante estas boyas que produce para sí mismo. Es así, por ejemplo, como procede Giorgio Vasari en Las vidas (1568), uno de los primeros libros que se escribieron para documentar carreras artísticas. Las «vidas» de Vasari son las de artistas que se desarrollaron interiormente, que produjeron obras a pesar de todos los inconvenientes, artistas con una autónoma e irresistible necesidad de creación. Las obras de arte son la prueba de una vida interior sostenida incluso ante la humillación y la incomprensión, como las que a veces tuvo que soportar Cellini. Los artistas del Renacimiento descubrieron que la originalidad no proporciona un sólido fundamento social a la autonomía.
El artista despreciado o incomprendido tiene una larga trayectoria en la cultura occidental más refinada, y en todas las artes. Cellini es el atribulado antecesor de Mozart en sus relaciones con el obispo de Salzburgo, en el siglo XVIII, o de las luchas de Le Corbusier con una convencional Universidad de Harvard en sus intentos de construir el Carpenter Center for the Visual Arts, en el siglo XX. La originalidad saca a la superficie las relaciones de poder entre el artista y el mecenas. A este respecto, el sociólogo Norbert Elias nos recuerda que en las sociedades cortesanas, el vínculo de obligación mutua estaba distorsionado. El duque o el cardenal pagaban las facturas de los comerciantes cuando les iba bien, si es que las pagaban; Cellini, como muchos otros,
76 Cita de Agustín en Stephen J. Greenblatt, Renaissance Self-Fashioning: From More to Shakespeare, Chicago, University of Chicago Press, 1981, p. 2.
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murió sin cobrar grandes deudas que la nobleza tenía con él.
En resumen, la historia de Cellini hace posible cierto contraste sociológico entre artesanía -u oficio- y arte. Una y otro se distinguen, en primer lugar, por el agente: el arte tiene un agente orientador o dominante, mientras que la artesanía tiene un agente colectivo. Además, se distinguen por el tiempo: lo súbito contra lo lento. Por último, se distinguen por la autonomía, pero, sorprendentemente, quizás el artista solitario y original haya tenido menos autonomía, tal vez haya sido incluso más dependiente de un poder que no lo entendía o que le imponía su capricho, y, por tanto, más vulnerable que el cuerpo de artesanos. En lo sustancial, estas diferencias son importantes aún hoy para quienes no pertenecen a los reducidos grupos de artistas profesionales.
Los trabajadores no motivados, como los obreros soviéticos de la construcción, o los deprimidos, como los médicos y los enfermeros británicos, no sufren tanto por el trabajo que realizan como por la manera en que está organizado. Por esa razón no debemos abandonar la idea del taller como espacio social. Los talleres, hoy como ayer, han sido y son un factor de cohesión social mediante rituales de trabajo, sea el de compartir una taza de té, sea el del desfile de la ciudad; mediante la tutoría, sea la formal paternidad subrogada del medievo, sea el asesoramiento informal en el lugar de trabajo; o mediante el hecho de compartir cara a cara la información.
Por estas razones, el giro histórico es más complejo que un simple relato de decadencia; al taller de grato ambiente social se le ha agregado un nuevo y perturbador conjunto de valores de trabajo. La moderna ideología de gestión empresarial urge a trabajar «creativamente» y a demostrar originalidad incluso a los empleados del nivel más bajo de la organización. En el pasado, satisfacer esta orden era una fuente segura de ansiedad. El artista del Renacimiento aún necesitaba un taller, y es indudable que en él sus ayudantes aprendían del ejemplo de su maestro. La propia maestría del maestro cambió de contenido; las exigencias de distinción y originalidad le planteaban un problema motivacional. En adelante, necesitaría la voluntad de luchar para cumplir con estas exigencias. Su honor adoptó una naturaleza competitiva. El taller le serviría como refugio de la sociedad. 

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